Últimamente parece estar tomando cuerpo en ciertos foros de opinión y medios de comunicación la idea de que uno de los grandes problemas de la ayuda al desarrollo es que no sirve para nada, ya que no se “observan mejoras” en el “estado del paciente”. Es más, incluso se sugiere veladamente (y en algunos casos descaradamente) que el gran problema del 0,7 y de las ayudas al desarrollo es que desincentivan el espíritu empresarial y acostumbran a los países beneficiarios a vivir “de rentas”. Es sospechoso que tales insinuaciones tengan de repente tanto eco mediatico y contribuyan a deslegitimar (y recortar) un sector que hasta ahora gozaba de la confianza de la ciudadanía. De todos modos no está de más indagar un poco más y profundizar en el impacto real de la ayuda en los países receptores.
Lo primero que sorprende al neófito en la materia es la insignificancia del volumen de ayuda oficial al desarrollo (AOD) percibida por los países africanos, si se tienen en cuenta los flujos económicos a nivel regional y mundial. Especialmente si se confronta esa insignificancia con el ruido y los debates que la ayuda genera a nivel teórico e intelectual. Es incluso sorprendente el rechazo visceral que la ayuda llega a generar en ciertos ámbitos, que no solo ponen en duda su eficacia como factor de cambio y de desarrollo sino que incluso parecen reprocharle a la AOD de estar en la raíz del estancamiento económico africano.
En este sentido, choca constatar que el volumen total de ayuda concedido al Africa sud sahariana durante los primeros 40 años de su independencia apenas suma 300.000 millones de dolares. La importancia de dicha cantidad, que a primera vista puede parecer elevada, es relativa. Así, estamos hablando de una cantidad inferior al montante anual destinado a subvenciones al sector agrícola en los países ricos (350.000 millones), al equivalente al PIB de Argentina en 2004 y a un 45% de los gastos militares anuales de EEUU o un 20% de los gastos militares anuales mundiales. Si tenemos en cuenta que estamos hablando de un lote de ayuda a repartir entre 38 países escalonado en un periodo de 40 años, nos queda una cifra media por país que aún siendo respetable, no es ninguna panacea (unos 200 millones de dólares por año y país) y que equivale, a grandes rasgos, al precio de 150 km de carretera simple (dos carriles), de un hospital o al 8% del presupuesto del sistema educativo español. Es difícil ver como semejante cantidad podría haber jugado el papel que muchos asumen como motor del desarrollo de África.
Aún en el supuesto (probablemente falso, admitamoslo) de que la ayuda hubiera sido “bien utilizada”, es decir, invertida por ejemplo en infraestructuras con un alto índice de retorno que hubieran permitido su rápida amortización, la devolución de los prestamos contraídos, la generación de riqueza y crecimiento a nivel económico y social, es difícil de concebir que montantes relativamente modestos hubieran bastado para generar dinámicas de desarrollo a gran escala. Si la ayuda juega un papel tan importante en la estructura económica de los países africanos, la explicación habría que buscarla más bien en la falta de otras fuentes de inversión que no en el hecho de que la región reciba cantidades significativas o inusuales (por elevadas) de ayuda en relación al resto del mundo. Sin ir más lejos, España ha recibido en concepto de fondos europeos de cohesión entre 140.000 y 170.000 millones de euros desde su entrada en la UE. Esto supone una ratio de ayuda en fondos de cohesión por habitante superior a la AOD por habitante percibida en el conjunto de países del África sud-sahariana durante el mismo periodo de tiempo.
La idea de que el volumen de ayuda es desproporcionado y, peor, contraproducente, ha arraigado fuertemente en la literatura actual de divulgación sobre el Africa Negra. Autores de actuales “best sellers” como Dambisa Moyo (Dead Aid) o Stephen Smith (Négrologie) asumen rápidamente el papel de la ayuda como habiendo desincentivado a las poblaciones, generado dependencia y fomentado la corrupción y el mal gobierno en los países receptores, provocando con ello más pobreza. Sin poner en duda que la ayuda mal utilizada pueda haber generado dinámicas perversas como las enunciadas, haciendo números las cuentas no salen. Más que preguntarse por qué después de 40 años de ayudas los países del sur del Sahara no han despegado social y económicamente, parece que la pregunta más indicada es ¿dónde estan los recursos que deberían haber supuesto el plato fuerte de la inversión en Africa durante los últimos 50 años?, y ¿porqué las ayudas han ocupado el centro de la escena, cuando su talla era la de un actor secundario, por no decir la de un figurante?. Puede que la respuesta esté en la caja y en el bolsillo de empresas, países e individuos que nada tienen que ver a priori con África.